jueves, 8 de diciembre de 2016

AGUA PASADA

El alma helada de juventud
El corazón ardiendo de ignorancia
Así saliste a la vida
¿Recuerdas?
Te amaron; amaste
Te mintieron; mentiste
Te defraudaron; defraudaste
Te hirieron y…seguramente heriste
¿Recuerdas?
Noches de risas vacías
Días de llanto culpable
Así anduviste sin rumbo
¿Recuerdas?
Perdiste lo que querías
Te quitaron lo que amaste
Y en algún momento el derrumbe
Casi que lo deseaste
¿Recuerdas?
La vida te incendió el alma
El corazón… te lo heló
Así aprendiste a vivirla
¿Recuerdas?
No, ya no recuerdas
Porque ya no son recuerdos
Ahora eres tú mismo
Con lo pasado a la espalda
Y la ilusión cincelada por la mano de la vida
Y con la mirada puesta en que esto pronto acaba
No, ya no son recuerdos, ahora es agua pasada.

Se sintió poeta cuando escribió aquellos versos, pero nunca antes y mucho menos después, consiguió sacarle a su pluma poesía alguna. Quiso cantarle a la vida, pero la vida se le escapó. Quiso cantarle al amor, pero el amor había desaparecido de su equipaje. Quiso cantar a la esperanza en un último intento de recuperarla, pero ésta ya le había dicho adiós. Un adiós tan rotundo que le sonó a huesos rotos y, se preguntó:—¿de dónde salieron los versos? ¿quién me inspiró este lamento?
Solo se copió a sí mismo, por eso sangró su pluma y se secó su inspiración y aunque se atavió  de voluntad, pluma y papel y montó su campamento vigilante a que la inspiración le sorprendiese en la oscuridad de la noche, que es cuando las fieras atacan, la luz del nuevo día no le ofreció ni el mas mínimo vestigio de su aparición.
Y volvió a preguntarse -¿por qué  ya no soy capaz de atraer las palabras?- Porque nunca lo fuiste, creyó escuchar, porque nunca te oiste a ti mismo. Solo cuando te varaste en las arenas de tu nostalgia, incrédulo de tu vacío, te dignaste a escuchar el clamor de tu alma por el tiempo pasado y, con miedo al futuro, atracaste tu barca.  
Suelta amarras y deja que el viento te lleve. No esperes que el puerto venga a ti porque el puerto está inmóvil. Eres tu quien ha de llegar a él.
Surca las aguas y olvida el agua pasada y, mientras navegas, …o caminas,…o corres,…o descansas,…cántale a tu esfuerzo, a tu error, a tu deseo, a tu quimera, a tu sueño, a tu dolor, a tu alegría, a tu calor, a tu frio…cántale con tu voz, clara, rasgada, bronca, ¡qué mas da!, pero canta sin cesar y tu pluma vomitará poesía, porque poesía es la vida cantada con la garganta del alma.


sábado, 5 de noviembre de 2016

EL NOVICIO Y EL PADRE ABAD

—Dicen que todos tenemos un doble en alguna parte, ¿es cierto eso?—preguntó el Novicio al Padre Abad.
El Novicio, que había ingresado en el monasterio el mismo día en que cumplía su mayoría de edad, seguía a ojos ciegos las enseñanzas y consejos del Padre Abad,  un hermano de avanzada edad cuya vida en la orden religiosa se retrotraía hasta donde le alcanzaban los recuerdos.
—Eso dicen—contestó—todos tenemos un sosias, hijo.
—¿Un sosias?, ¿qué es un sosias?—preguntó extrañado el Novicio.
—Así es como también denomina el diccionario a la persona que puede pasar por nuestro doble—aclaró el Padre Abad—incluso hay quien sostiene la teoría de que cada persona, no tiene uno, sino siete sosias o dobles repartidos por el mundo.
—¿Siete?—preguntó el Novicio sorprendido.
—Sí, mi querido Novicio, siete afirma que son el fotógrafo canadiense François Brunuelle, que ha dedicado trece años a confirmar su teoría, buscando e inmortalizando el fenómeno con su cámara.
—Pero si admitimos solo el echo de que existan parejas de iguales, porque lo de siete ya me parece mucho admitir, y que cada uno de nosotros tenga un igual en alguna parte, se me ocurren muchas preguntas.
El Padre Abad, armado de la paciencia que la vida monacal le había inferido, compuso un gesto que animaba al Novicio a lanzar sus preguntas. Había despertado su curiosidad.
 —Eso significa que la humanidad está formada por un número par de personas—afirmó el Novicio—y que esto siempre es así, porque de lo contrario dejaría de cumplirse la regla. Significa, así mismo, que si mi doble, por ejemplo, se muere, yo debería morirme al mismo tiempo, porque de no ser así, también se rompería la regla. Por otro lado—prosiguió—si alguien, en algún rincón del mundo, es igual a mí, tendrá mi misma edad e irá cambiando sus rasgos al mismo tiempo que yo, porque de otro modo, dejaríamos de ser iguales. Eso me lleva a pensar que habrá nacido en el mismo momento que yo, con lo que podemos afirmar que cada vez que nace alguien, en algún otro lugar, nace otra persona que será igual a él. ¿Alguien a comprobado si los nacimientos que se producen en el mundo cada día forman un número par?
El Padre Abad no salía de su asombro con las reflexiones que el Novicio hacía. A primera vista, parecían reflexiones simples, pero irrefutables si mantenemos la teoría del sosias universal. Buscaba en el fondo de su cerebro alguna explicación que ofrecer a las dudas de su pupilo, pero no pudo articular ninguna.
—¿Y los chinos?—prosiguió el Novicio—¿también tienen los chinos un sosias?, porque a mi todos los chinos me parecen iguales, todos me parecen sosias de todos, aunque supongo que entre ellos se distinguirán, pero eso me lleva a pensar que el fenómeno de los dobles se debe dar por razas, porque será difícil que yo mismo, castellano y cejijunto, pueda tenar un doble chino o negro.
—Eso por supuesto—dijo el Padre Abad con poco convencimiento pero en tono de autoridad.
—Dígame Padre, ¿cómo conseguiremos el día del Juicio Final, cuando Dios nos llame a todos, reconocer a quienes hemos amado en la Tierra sin confundirlo con su doble? Y, si Dios creó a Adán y Eva y de allí procedemos todos, ¿acaso es que creó otra pareja de iguales a nuestros primeros padres o es que Adán y Eva tuvieron hijos gemelos?, porque la Biblia no habla de ello.
Ahí, el Padre Abad, descompuso el gesto y con la autoridad  que le confería su rango, concluyó :—No te atrevas a poner en duda los designios de Dios, su palabra está en la Biblia y esta no se discute. No hay duda que no pueda borrar la fe. Hijo mío, vive en la fe y el cielo disipará tus dudas.
Sin mucho convencimiento, pero con un gran sentido de la obediencia, el Novicio no volvió a hablar del tema.
El Novicio no llegó a profesar los hábitos, unos años después abandonó el monasterio y dicen por ahí que dedicó su vida a comprobar la veracidad de la teoría del sosias universal.


sábado, 8 de octubre de 2016

RECETAS PARA LA VIDA

RECETAS PARA LA VIDA

No era tanto su pasión por cocinar, sino por el orden de las cosas lo que hacía que todos los actos de su vida estuviesen programados como si de recetas  se tratase. Para todo ello tenía su propio cuaderno de recetas; perfectamente clasificadas por temas del mismo modo que lo hacen los libros de cocina (sopas, verduras, hortalizas, carnes, pescados, postres,…), aunque en su caso los títulos eran bien diferentes (amistad, amor, trabajo, familia, aficiones, enfermedades y muerte).
Para cada uno de estos epígrafes de la vida componía su propia receta de forma minuciosa, apuntando sus ingredientes, la forma de combinarlos e incluso el tiempo de elaboración, con el convencimiento de que, solo si seguía esta pauta, las cosas le saldrían bien.
En el capítulo de amistad, se podía leer:
 Ingredientes para dos personas: empatía, cariño, generosidad y lealtad.
Elaboración: Mezclar la empatía con el cariño hasta formar una masa homogénea, añadir una gran cantidad de generosidad y servirlo acompañado de abundante lealtad.
Recomendaciones de consumo: Al menos una vez al día.
Su receta para el amor incluía como ingredientes, ilusión, admiración, generosidad, fidelidad y lealtad, puestos a partes iguales por cada uno de los comensales. En cuanto a su elaboración, indicaba que debían mezclarse, dejándolos macerar durante el tiempo preciso para que cada ingrediente se ligase al otro. A la hora de servirlo, debía aderezarse con grandes dosis de cariño, alegría y ternura. Se recomendaba como plato principal de cada día.
No menos importante era su receta para el trabajo, la cual debía elaborarse a base de ilusión, afán de superación, esfuerzo, compañerismo y lealtad. A esta receta le había añadido una pequeña advertencia: No se debe abusar de este plato, pues puede causar adicción.
El apartado de familia incluía una receta peculiar con dos llamadas de atención muy especiales. La primera hacía referencia a los ingredientes, advirtiendo que podrían mezclase cualquier tipo de ellos, siempre que su procedencia estuviese ligada de alguna manera al ingrediente principal, al que daba nombre su apellido. La segunda advertencia, hacía mención al consumo moderado en fechas señaladas como la Navidad. Los empachos de familia son difíciles de curar.
Las aficiones podrían parecer un plato menor, sin embargo, consideraba estas recetas como imprescindibles a deshoras. Algo así como el té de las cinco para los ingleses. Un alto en el camino para retomar fuerzas. Descuidar su consumo podría tener serias consecuencias.
También para la enfermedad compuso su recetario, precedido de una pequeña introducción a modo de advertencia.
No es un plato recomendable, aunque a veces, de forma inevitable nos lo pongan a la mesa. Para evitar en lo posible su consumo, se recomienda hacer uso en la forma indicada de las recetas anteriores.
En este caso, no era una receta al uso lo que contenía su cuaderno, sino algunas recomendaciones para su consumo en caso de ser invitado a degustarlo. Manipularlo con los instrumentos adecuados, dejarse guiar por el maitre y atender a todas sus indicaciones.
El último capítulo, el que cerraba el libro de recetas para la vida, no podía ser otro que el de prepararse para degustar el único plato que, con toda seguridad, nos servirán a todos; el de la muerte.
Solo un apunte: No hay recomendaciones ni ingredientes. Solo cuando me llegue la hora de cocinarlo sabré como hacerlo.






sábado, 17 de septiembre de 2016

LA RECETA PERMANENTE

Hace unos meses alcancé la edad de la jubilación. Fui a hacer mi inscripción en el organismo pertinente como clase pasiva, pero no me sentí mayor. Pensé que después de más de cuarenta años trabajando ya me merecía un descanso y en mi cabeza se arremolinaron tantas cosas por hacer, tantos proyectos que había ido dejando para cuando tuviese tiempo. Ahora sería el tiempo lo que no me faltase.
Con mi flamante título de jubilado me inscribí en el “Hogar del Jubilado” de mi localidad y tampoco me sentí mayor, aunque pensé que posiblemente fuera debido a que era uno de los más jóvenes del club, pues no en vano acababa de bautizarme como integrante de la tercera edad.
Adquirí, con orgullo, mi Tarjeta Dorada de Renfe para beneficiarme de sus descuentos en los viajes para visitar a mis hijos y cambié mi costumbre de ir al cine el Día del Espectador, ahora mi condición de jubilado me permitía ir cualquiera de los días en que los jubilados tenemos descuentos especiales. Tampoco me sentí mayor por eso.
Hice, en fin, todo aquello que cualquier jubilado, no afligido por ello, hace con su tiempo, excepto una de las cosas que se nos atribuyen. No me dediqué a visitar obras. En primer lugar porque no le veo la diversión y, en segundo lugar, porque esta crisis ha dejado a los jubilados sin ese entretenimiento, pero tampoco me sentí mayor.
Sin embargo, era consciente de que mi espíritu joven no impedía el normal deterioro físico de mi cuerpo que, aunque no enviaba señales alarmantes, se merecía una revisión. Los análisis de rigor, toma de tensión y unos días después los resultados. Nada preocupante, de momento, el colesterol un poco alto, la próstata un poco inflamada, la tensión un poco descompensada, nada que no se pudiera controlar con algún medicamento y algo de de lo que llaman vida sana (no comer nada bueno, no fumar, no beber,…) eso que no te alarga los años de vida, pero te los hace más largos de vivir.
Cuando el médico me recetó aquellos medicamentos no lo hizo en una receta ordinaria, sino en una de las que llaman receta permanente, un invento creado para descongestionar los consultorios de la gente que solo acude al médico para renovar su receta cuando su necesidad de medicarse también se convierte en permanente.

Cuando con esta receta me dirigí a la farmacia y allí me “afiliaron” al sistema de “medicados para toda la vida”, entonces sí me sentí mayor.

jueves, 15 de septiembre de 2016

EN UN PUEBLO CON MAR

Era un pueblo con mar, con un inmenso mar que bañaba su escasa costa. Olvidado del turismo y de los gobernantes que no veían en él un caladero aprovechable de votos, las autoridades locales se las veían y se las deseaban para obtener las mínimas condiciones para la vida tranquila de sus vecinos.
Esther había llegado al pueblo allá por los años setenta, recién acabada su carrera de maestra, fue su primer y único destino tras aprobar las oposiciones. Por aquellos años aun se oían gritos de niños jugando en sus calles, conversaciones y risas, al caer la tarde, en cualquiera de los tres bares del pueblo, donde los hombres se reunían al acabar las faenas del campo o conversaciones de mujeres en la panadería, la tienda de ultramarinos o ante el camión del producto fresco que cada martes se instalaba en la plaza.
Con los años, el pueblo se fue despoblando, los jóvenes emigraban a la capital en busca de un mejor futuro y las risas de los niños se fueron apagando, las conversaciones en el bar (solo quedó uno) menos ruidosas y las mujeres que quedaron, menos habladoras.
La escuela se cerró y Esther, incomprensiblemente para muchos renunció a la plaza que el Ministerio le ofrecía en la capital. Esther se quedó en el pueblo. Tenía algunos ahorros y desde hacía algún tiempo ayudaba a María a cuidar a su madre enferma de alzhéimer mientras María atendía las labores del campo que les proporcionaba el sustento.
A veces, en las tardes de domingo, se las veía pasear juntas a la orilla del mar o sentadas en el acantilado admirando la puesta de sol. Hay quien decía en el pueblo que a Esther la había enamorado aquel mar y aquellas puestas de sol y que por eso había decidido quedarse allí para siempre y cuando alguien le preguntaba por ello, Esther bajaba la mirada, sonreía y contestaba que quién podría resistirse a no enamorarse de lo que este pueblo le había dado.
Cuando murió la madre de María, ya nadie se cuestionó que Esther y María siguiesen viviendo juntas, la una atendiendo la tierra y la otra atendiendo la casa. Era frecuente verlas pasear en las tardes soleadas cogidas de la mano y algún vecino creyó ver algún día que se besaban frente al mar, pero prefirió pensar que eran imaginaciones suyas solo para no verse en la necesidad de tener que contarlo.

Hoy, Esther cumple sesenta y seis años, María cumplió cincuenta y nueve la primavera pasada. A las diez de la mañana salen juntas de su casa vestidas de domingo y cogidas de la mano entran en el Ayuntamiento, donde el alcalde, un joven al que Esther enseñó las primeras letras en su escuela, oficiará la ceremonia. Todos los vecinos están invitados, pero no todos acudirán. Muchos lo celebran, algunos no lo entienden.

sábado, 10 de septiembre de 2016

¿SEIS MESES...UN AÑO A LO SUMO?

—Seis meses, un año a lo sumo—fue la sentencia del oncólogo. El cáncer había invadido sus órganos vitales y la medicina ya no podía hacer más que paliar en lo posible el sufrimiento.
Miguel nunca había destacado por su optimismo, aunque tampoco por lo contrario. Era, más bien, un hombre pragmático. Había asumido todos los contratiempos que la vida le había ido poniendo en el camino, tratando de superarlos porque no tenía más remedio, pero asumiendo sus consecuencias y no maldiciéndose por ello.
Rumiando la noticia, salió de la consulta en un marasmo de pensamientos, sin terminar de asimilar que a quien le habían puesto fecha de caducidad era a él mismo. Como si todo aquello le estuviese pasando a otro, sin embargo, el persistente dolor en el pecho le hizo  volver a la realidad de seis meses, a lo sumo un año.
—¡Hay que joderse!—se dijo—toda la vida intentando descifrar nuestro futuro. Legiones de videntes, adivinadores, quiromantes, echadores de cartas,…viviendo del afán de la gente por conocer su futuro y resulta que la única predicción  con visos de cumplirse es la que te da un médico para anunciarte que esto se acaba. Aunque, digo yo que, para adivinar que nos vamos a morir no hay que ser ninguna lumbrera, lo jodido es que te digan cuando.
Miguel vivía solo y pensó que esto era una ventaja, pues no tendría que darle la mala noticia a nadie, ni vería sufrir a nadie por su destino. Este era el concepto de optimismo que practicaba Miguel.
Había enviudado diez años atrás y él sí había sufrido el proceso de la pérdida de su mujer y, como conocía las consecuencias de una situación así, se alegró de que nadie pasase por eso mismo por su culpa.
De aquella familia le quedaba una hija, pero la relación con ella se había perdido hacía unos años, aunque hoy no sabría decir muy bien por qué. Lo que empezó con una discusión, seguida de la cabezonería de ambos de no ser el primero en rectificar, fue enfriando la relación hasta hacerla inexistente. Después, el tiempo hacía cada vez más difícil enmendarlo. Muchas veces había pensado en intentar solucionar aquel desencuentro, pero nunca encontró la forma de hacerlo. No sabría qué decir, cuando seguramente, no habría nada que decir, posiblemente solo bastase con una mirada, un gesto, un abrazo, un beso….
Ahora, cuando el tiempo se le acababa, Miguel pensó que lo único que no podía dejar pendiente era aquella herida abierta y ya no le dio más vueltas a qué decir, a cómo justificar el tiempo perdido. A fin de cuentas, tiempo era lo que ya no tenía.
Hacía años que ya no conducía. No se fiaba de sus reflejos, pero se había resistido a deshacerse de su viejo coche, al que cuidaba y mantenía a punto como si al día siguiente de cada día tuviese que emprender un largo viaje.
Aquel día se decidió a coger el coche y emprender el viaje que durante mucho tiempo había deseado hacer, pero que la irracionalidad o la cobardía le habían impedido. Un viaje de varias manzanas hasta la casa de su hija.
No le diría nada sobre su estado terminal, pues no era lástima lo que buscaba, sino recuperar el cariño de su hija. En esto iba pensando, tan absorto en ello que no se percató de que el semáforo acababa de ponerse en rojo. Al cruzarlo, vio venir por su derecha un autobús a la suficiente velocidad como para hacer imposible evitar el impacto. En aquella fracción de segundo, solo pudo pensar:
—¡Joder!, para uno que me adivina el porvenir, ni siquiera acierta.


martes, 6 de septiembre de 2016

CONVERSACIONES CON MI PROSTATA (V)

-¿Y qué piensas hacer?
-De momento cuidarte a ti lo mejor que pueda, pues de tu salud depende la mía.
-Gracias, compañero, pero como eso ya lo daba por descontado, mi pregunta era algo más concreta.
-Lo sé, lo sé,...pero ahora mismo no tengo una respuesta clara. Ya no se trata tanto de mí, porque a fin de cuentas, tendré que asumir las consecuencias de mis males, pero la pregunta es...¿Tengo derecho a arrastrar a alguien a una vida incompleta ? ¿Cuánto tardaré en odiarme por ello? O ¿Cuánto tiempo pasará hasta que me pidan cuentas?
Aún nos queda mucho camino por recorrer, pues como ves, llevamos varios años de visitas y consultas y estamos casi como al principio. Se han sucedido las ecografías, los análisis, las pruebas de tu fortaleza y algunas más que ahora no recuerdo, y el resultado siempre es el mismo. Te niegas a adelgazar, aunque parece que estás en un peso estable y eso me alegra.
-¡Vaya!, menos mal, me quitas un peso de encima.
-Que más quisiera yo que quitarte todo el que te sobra, pero me temo que tendremos que seguir queriéndonos como somos.
-Oye, ¿Tu crees que  todos los que sufren nuestras mismas desavenencias tienen los mismos problemas?
-No lo sé. Tradicionalmente se han relacionado los males de tus congéneres con el ocaso de la vida sexual de los hombres, pero puede que esto solo sea una leyenda urbana, o puede que tenga algo de verdad. Lo cierto es que cada cual gestionará sus males, sus miedos y sus fantasmas como mejor pueda y sepa, pero cuando de fantasmas se trata, generalmente tendemos a guardarlos en el castillo y si alguna vez osan mostrarse, el resultado, casi siempre, es el contagio del miedo, por eso procuramos atarlos con cadenas y bolas de hierro para que se muevan lo menos posible y ya que a nosotros nos tienen temblando de miedo, al menos que no asusten a quienes tenemos al lado.
Lo que me pregunto es ¿si no sería mejor mostrarlos tal y como son?, porque a lo mejor resultaría que no son sino producto de nuestra propia inseguridad y un solo soplo bastaría para desvanecerlos.
-¡Uff! , que profundo te has puesto. No sé si soy capaz de seguirte.
-Pues vas a tener que hacerlo, porque en breve tenemos otra cita con el señor Urólogo.
-¿El mismo de la otra vez?
-No, este es nuevo y me parece que quiere volver a empezar desde el principio.
-¿Con saludo incluido?
-No creo que quiera intimar contigo, le bastará con verte por televisión y seguramente querrá verte trabajar, porque debemos ir con el depósito bien lleno de agua.
-Intentaremos estar a la altura.
-En ti confío compañera.
Habían pasado cinco años desde nuestro primer encuentro y ya había aprendido a soportarte, a cuidarte e incluso a quererte porque de tu salud dependía la mía, pero ahora tendría que aprender a mostrar tus consecuencias sin avergonzarme por ello, a pelear por una vida diferente, pero no por ello menos satisfactoria.
Esta vez nos habían citado de buena mañana. El escenario era diferente al que habíamos conocido hasta ahora, pues en ese tiempo habíamos cambiado de residencia y con ello de Comunidad Autónoma. Esto no tendría por qué suponer un problema, pero pronto veríamos que alguna dificultad nos iba a acarrear esta circunstancia.
Llegamos puntuales, con casi dos litros de agua bailando en mi tripa que pronto empezaron a molestarte y te empeñaste en evacuar de urgencia. Como la señorita de recepción no nos había dado ninguna instrucción, solo se había limitado a inscribir nuestra cita y advertirnos que estuviésemos atentos a la llamada que se produciría a través de una pantalla, aguantamos, en realidad fui yo quien aguanté tus continuas llamadas de socorro para que te salvase de la inundación, pues entendía que si nos habían citado con el agua hasta el corcho, sería para algo y no era cuestión de soltarla gratuitamente solo porque tu no fueses capaz de aguantar un poquito.
-Total, si nos han citado a esta hora, no creo que tarden mucho en llamarnos, te dije para calmarte.
Pero el tiempo pasaba y la dichosa pantalla no se acordaba de nosotros, así que dos horas mas tarde y harto ya de movimientos de piernas disuasorios de la necesidad incontenible que nos atormentaba, me dirigí a la recepción para hacerles ver la circunstancia y ahí nos llegó la primera sorpresa.
-Debería usted haberme avisado cuando tuviese ganas –me dijo- pues antes de que le vea el doctor hay que hacerle una medición (ahí me asusté) …de caudal e intensidad.
-Pero usted no me ha dicho nada de eso – protesté.
-Se me habrá pasado – contestó con toda naturalidad.
Pero no se si fuera por aquello de la autoridad de las batas blancas o porque la urgencia que nos ocupaba no nos dejaban pensar demasiado, no dije nada, solo me preocupé en desalojar mi vejiga lo más rápidamente posible. ¿Recuerdas que descansados nos quedamos?
Con tres horas de demora nos recibió el doctor y ahí íbamos a recibir nuestra segunda sorpresa. ¿Qué le pasa a usted? – fue la pregunta su pregunta.
-¿Cómo que qué me pasa? – pensé – ¿después de cinco años aun me pregunta qué me pasa? – Pues lo que dice el historial – contesté de no muy buen humor – que aquí a mi compañera le ha dado por engordar.
-Es que yo no tengo su historial – me dijo – si usted ha cambiado de Comunidad Autónoma, aquí no tenemos su historial, tenemos que hacerlo de nuevo.
No podía creer lo que estaba oyendo. En la era de la informática y de las comunicaciones, el sistema de salud no se comunica entre diferentes administraciones.
-Increíble – dije mientras veía como aquel hombre empezaba a mirarme mal –como increíble también me parece que nos hayan citado a las diez de la mañana y sea la una de la tarde cuando nos reciben – me desahogué.
-Cállate que la liamos – te oí decir por lo bajo.

¡Y vaya si la liamos!, 
Aunque yo me había apresurado a decir que, posiblemente no era culpa suya, sino de la organización del sistema, creo que se lo tomó de forma personal, porque su respuesta fue algo chocante. ¿Recuerdas?
—Yo llevo aquí desde las ocho de la mañana y no me quejo— dijo—además—subrayó—siempre tenía la opción de marcharse.
No me pude contener, lo siento, ya me había estado conteniendo durante dos horas y mi capacidad de contención, en todos los sentidos, se había agotado.
—La diferencia entre usted y yo—contesté—es que usted está aquí por obligación porque este es su trabajo, yo estoy por necesidad y por derecho y ambas cosas anulan la opción de marcharme sin ser atendido.
Por una vez me enfrenté a la autoridad de una bata blanca y te confieso que me quedé muy a gusto.
Poco mas sacamos en claro de aquella visita, solo que todo parecía seguir igual y que volveríamos a vernos en unos meses. Parece, compañera, que lo que nos espera hasta el final de nuestros días es pasar por revisión cada cierto tiempo. Sólo espero que los próximos profesionales que nos atiendan hayan desayunado mejor que este.

Mientras tanto, tu y yo, a cuidarnos mucho.